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Los tres mosqueteros de Temuco: lucha y esperanza

Tres jóvenes mosqueteros en situación de vulnerabilidad enfrentan la adversidad en Temuco y luchan por un futuro mejor con resiliencia y superación personal.

A los 13 años, David tuvo que tomar una de las decisiones más difíciles de su vida: abandonar su hogar. Su madre ya no podía mantener a todos sus hermanos, y con solo una mochila y 2,000 pesos ahorrados, decidió no ser una carga para su familia.

Era un frío 10 de septiembre de 1983 cuando caminó hacia el terminal de buses de Lebu. La idea de Temuco lo atraía como una luz de esperanza, una ciudad donde, según había escuchado de amigos de sus hermanos, se ganaba buen dinero. Ya arriba del bus, un auxiliar, con voz amable pero curiosa, le preguntó: “¿A dónde vas, niño? ¿Dónde están tus padres?”. David solo pudo guardar silencio, con la mirada perdida, incapaz de responder.

Sin insistir, el auxiliar le cobró el pasaje como si fuera un adulto. Pero el viaje no fue fácil. David se confundió de paradero y bajó antes de llegar a la ciudad. Asustado, sin un peso en el bolsillo, decidió caminar. Entre la densa niebla que cubría la carretera, vio a dos niños jugando a la pelota. Se acercó y les preguntó: “¿Qué hacen aquí tan temprano?”.

Los niños, con rostros cansados y ojos tristes, le contaron que eran hermanos y esperaban que alguien les diera un trozo de pan para desayunar. David sintió un nudo en la garganta. “¿Quieren venir conmigo a Temuco? Podemos buscar trabajo juntos y ser amigos”, les propuso. Ellos aceptaron, con la esperanza reflejada en sus ojos: “Necesitamos dinero para una pelota nueva y para no pasar hambre”.

Durante dos días caminaron, pidiendo comida y compartiendo anécdotas. Los hermanos le revelaron que nunca habían conocido a su madre y que su padre era un drogadicto, razón por la que huyeron. David comprendió que no estaba solo en su lucha.

Al llegar a Temuco, tocaron muchas puertas, pero la mayoría se cerraron por ser demasiado jóvenes. Justo cuando la desesperanza amenazaba con vencerlos, una señora mayor les ofreció un trato: vender pan amasado con ella, sin dinero, pero con trozos de pan cada mañana y tarde. Aceptaron con gratitud y comenzaron a ganarse la vida en las calles.

Con el tiempo, su amistad creció y la gente los conoció como “los tres mosqueteros de Temuco”. Mejoraron sus habilidades y, cuando estuvieron listos, buscaron trabajo formal. Consiguieron empleo en un aserradero, moviendo tablas todo el día por 5,000 pesos, suficiente para comer. Unieron sus ahorros para arrendar una habitación, siendo este su pequeño refugio.

Sin embargo, la vida les tenía preparada una nueva prueba. Un año después, el 14 de octubre de 1984, el dueño del aserradero le ofreció a David un mes de trabajo completo con sueldo íntegro, pero con la condición de no contarle a sus compañeros. David sintió la tentación y el peso de la lealtad. “Si guardo esto para mí, luego podré compartirlo con ellos”, pensó, sin saber que ese secreto cambiaría todo.

Al final del mes, ilusionado, fue a cobrar su sueldo, pero el aserradero estaba vacío. Los trabajadores le dijeron que el jefe se había ido a Santiago con dos empleados más. Desesperado, volvió a la pensión y encontró todo vacío: sin ropa, sin sus ahorros que tanto le había costado conseguir, solo una pelota y una carta que decía: “Perdón por todo, David. Fue lindo ser los tres mosqueteros de Temuco”.

Con el corazón destrozado, fue a ver a la abuela que les vendía pan, quien con tristeza le preguntó: “¿Qué haces aquí, hijo? ¿No se fueron a Santiago con sus amigos?”.

David sintió que el mundo se desmoronaba. Sin dinero, sin amigos, perdió la fe en las personas a una edad en la que aún debería soñar. Pero la vida le enseñó que, aunque solo, podía levantarse y seguir adelante, consiguiendo en el futuro gran parte de las cosas que se proponía, aunque ya no como parte de los tres mosqueteros.

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