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Botonería Carmencita: cintas, botones y memoria de mujeres

En la Galería Adauy, ubicada en calle Aníbal Pinto 565, local 8, sobrevive un lugar que parece detenido en el tiempo: Casa Nora-Botonería Carmencita. Fundada a comienzos de la década de 1950, esta botonería ha sido testigo de generaciones de penquistas que la han visitado en busca de insumos para la confección y reparación de prendas.

Por Sofía Carrasco

En pleno centro de Concepción, detrás de una vitrina modesta y apretada de cintas, cierres y botones, sobrevive un lugar que parece detenido en el tiempo: Botonería Carmencita. En una ciudad que todo lo demuele y reconstruye, este local resiste como si llevara siglos agarrado a la tierra. Con más de 70 años, aún conserva la esencia de sus primeros días: mostradores de madera, vitrinas repletas de cintas, botones, lanas y cremalleras, y el murmullo constante de clientas que preguntan y comentan. Lo curioso es que ahí, en ese local aparentemente pequeño y silencioso, habita una historia enorme: la de muchas mujeres que encontraron, en ese rincón textil, un espacio para trabajar con dignidad.

Ahí fue donde mi abuela llevó, uno por uno, a todos sus hijos y nietos. No para comprar exactamente, aunque algo siempre se compraba, sino porque ir a Carmencita era casi un rito.

Orígenes

Fundada por Carmen Páez a mediados del siglo XX, la botonería fue desde el inicio un lugar pensado para mujeres. Josefina Rodríguez, la última trabajadora contratada por la mismísima Carmencita, aún atiende detrás del mesón. Tiene las manos firmes, la mirada serena y una memoria nítida. Fue ella quien me contó que Carmen sólo contrataba mujeres: “Por sus propias vivencias ella quería darles la oportunidad de surgir, de tener su independencia. Era estricta pero justa. Acá siempre nos sentimos tranquilas trabajando”. Y lo dicen todas. Las que aún están y las que vuelven de vez en cuando a saludar”.

Hace unos años volví al local, esta vez con mi hermana y mi prima. Caminamos por el pasillo angosto entre mostradores y recordamos una advertencia de nuestra abuela: “No se sienten en la escalera, si no quedarán embarazadas”. Reímos como siempre de esa frase y las vendedoras, lejos de sorprenderse, asintieron con complicidad y una aclaró: “Pero ojo, no es esa escalera delantera, es la de atrás. Esa era la de las historias”.

Frontis de Casa Nora-Botonería Carmencita (generada con IA)

No fue una frase al pasar. La conversación se extendió por casi una hora. Las trabajadoras del local, todas mujeres mayores, todas con historias propias de juventud en años que no estaba bien visto que ellas trabajaran, compartieron con nosotras un pedazo de memoria mientras nos guiaban con la compra.

Y ahí está la escalera. Nadie la usa. Nadie la toca. Las clientas la rodean, la miran de reojo, la mencionan en voz baja. Hay algo entre superstición y respeto que la mantiene fuera de uso. ¿Qué más podría simbolizar una escalera que no se pisa? Tal vez las historias no contadas de quienes la evitaron para no alterar su destino, o quizás todo lo contrario: un pequeño altar a la maternidad inevitable, a la fertilidad, a nuestra Juno penquista.

Lo cierto es que hay lugares que no se visitan sólo para comprar. Se visitan para recordar. Para sostener algo invisible pero poderoso: la herencia de las mujeres que trabajaron, criaron, cosieron, amaron y advirtieron con una frase simple todo lo que sabían del mundo.

“No se sienten en la escalera”, dijo mi abuela.

Y nosotras, todavía, no lo hacemos.

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