Sin una sola gota
Una noche de fiesta sin una gota de alcohol puede ser una experiencia tan reveladora como desconcertante. Esta crónica muestra cómo se vive el descontrol ajeno desde la lucidez absoluta, entre aromas de piscola, reggaetón desenfrenado y el caos juvenil universitario.
Por José Tomás Medina
Salí de mi casa a las seis de la tarde, hora en que el cielo se mantenía con tonos grises y una amenaza latente de lluvia, como si Concepción estuviera en pausa, esperando el momento exacto para dejarla caer otra vez. Me puse un pantalón cargo blanco que casi grita “voy a pisar barro en cualquier momento”, un polerón gris que combina con cualquier cosa y mi chaqueta, porque uno aprende que la confianza en el clima es una receta para mojarse hasta el alma.
Iba acompañado por un amigo, que a petición suya no mencionaré por nombre, aunque por comodidad lo llamaremos “mi amigo”. El destino era Harbard University, un antro destinado a universitarios y con precios dignos de una feria de barrio. Nada mal si uno quiere socializar con estudiantes, sobrevivir con poco más de luca en el bolsillo y escuchar música que oscila entre el pop de Bad Romance y el reggaetón más cochinón de los 2000, 2010 y 2020.

Me mantuve firme: cero alcohol. No por moralismo ni salud, simplemente por ejercicio periodístico. Porque quería ver qué pasaba si me metía a la jungla sin disfraz. Porque a veces uno quiere sentir la fiesta en la piel sin tener que filtrar la experiencia con pisco.
En un comienzo, mi amigo antes mencionado respetó mi postura. Incluso brindó con su vaso lleno de piscola mientras yo sostenía unas ganas enormes de acompañarlo como si fuera una obligación espiritual o religiosa. Pero a la tercera piscola su actitud cambió: ya no era “bacán que no tomí“, sino más bien “ya po’ hombre, una no te hace nada“, seguido del clásico argumento de borracho: “Tomar es parte de la experiencia, hermano“.
Mientras esperaba en la barra para comprarle más alcohol a mi amigo en agradecimiento por acompañarme (sí, esa es mi vida ahora), se me acercaron dos chicas. Las había visto al llegar, en ese entonces tranquilas, simpáticas, con la energía de alguien que recién empieza a carretear. Pero ahora caminaban con el equilibrio de un recién nacido sobre hielo. Me pidieron que les comprara cervezas. Les dije que no. Volvieron con efectivo y la promesa de devolver la plata si hacía la transacción ya que solo aceptaban tarjeta. Cedí, no por galantería, sino porque en ese momento sentí que era lo menos caótico que había ocurrido en la noche.

Volví donde mi amigo, que ahora se movía como si Daddy Yankee estuviera cantándole al oído. Nos fuimos a la pista de baile, llamada “ rectoría”. Ahí el reggaetón reinaba como dictador caribeño, y la humedad del lugar podía alimentar una plantación de plátanos. La gente ya no bailaba: oscilaba, chocaba, se deslizaba con la torpeza elegante de quien lleva cuatro copetes encima.
Yo trataba de encontrarle sentido a estar ahí sobrio. No lo pasaba mal, pero tampoco lo pasaba bien. Me sentía como el único cuerdo en un mundo diseñado para la locura. Las conversaciones a mi alrededor eran gritos, los bailes una coreografía de cuerpos descoordinados, y la barra un campo de batalla por tragos de dudosa procedencia.
Y entonces, las chicas de antes regresaron. Esta vez con un nuevo objetivo: bailar con nosotros. O con cualquiera, en realidad. Se nos pegaron como stickers viejos, con una insistencia que pasó de simpática a incómoda en cuestión de minutos. Mi amigo, en su éxtasis piscolero, lo encontraba lo máximo. Yo, con mi sed, ya contaba los minutos para que se nos acercara alguien a preguntarnos qué estábamos haciendo con nuestra vida.
Después de varios intentos fallidos de huir (ellas bailaban como si estuvieran atrapadas en un loop de TikTok sin internet), se dieron cuenta de que nuestras intenciones eran menos carnales que las suyas. Se alejaron ofendidas, o confundidas, o simplemente buscando a otra persona con menos cara de “quiero irme a mi casa”.
A eso de las diez decidimos retirarnos. Queríamos evitar el caos de la salida, ese embudo de humanidad donde los besos sin nombre y los vómitos discretos se mezclan con abrazos de despedida. Afuera, la lluvia por fin se había decidido a caer, aunque de manera muy fina. Caminamos bajo el agua, mi amigo feliz, con los ojos brillando de copete y el plan de seguir la noche. Yo, empapado aunque calentito por mi abrigo, pero lúcido. Muy lúcido.
Éramos dos personas que vivieron la misma fiesta, pero en planetas distintos. Y si algo aprendí esa noche, es que estar sobrio en un carrete donde hay alcohol (y en grandes cantidades) es como ser el único con una linterna en una cueva oscura. Ves todo. Lo bueno, lo ridículo, lo triste y lo gracioso. Todo. Sin una sola gota de alcohol.