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¿INTOLERANTE A LA LACTOSA?: CÓMO DISFRUTAR LA LECHE SIN MORIR EN EL INTENTO

Los amantes de la leche sabrán que no hay nada más desafortunado que ser intolerante a la lactosa. En mi caso, me pasó en la pubertad, cuando la intolerancia dejó de manifestarse como un dolor estomacal sutil y tolerable, para transformarse en un milkshake. Empecé a pagar un precio muy alto solo por disfrutar de las bondades de los lácteos, que no eran tan bondadosos como el adjetivo sugiere.

Para esa época, ya eran populares los productos deslactosados, así que no fue difícil convencer a mi mamá de que cambiara la compra habitual de leche semidescremada Colún, por su versión apta para especiales, como yo.

Aunque al principio no me hizo mucho caso, porque cómo iba a ser yo intolerante si cuando chica tomaba leche y no me pasaba nada. Finalmente cedió. Hay veces en que la insistencia es bien recompensada.

Con este cambio, mis hermanas se dieron cuenta de que habían estado soportando torturas chinas innecesarias durante gran parte de su vida. Mi pequeña protesta mejoró la flora intestinal de todos en la casa.

En ese tiempo no sabía que en realidad productos mal llamados “sin lactosa”, simplemente incluyen “lactasa”, que es la enzima que descompone la lactosa y que permite digerir sin dificultad cualquier derivado de la leche, y de la que carecemos los intolerantes. Y mucho después en mi vida, me enteré de que venden una pastilla de esa enzima por separado y que hay que tomarla antes de ingerir cualquier lácteo. Pero, sinceramente, a estas alturas, prefiero seguir con mis laxantes de origen animal.

La verdad es que, si bien la variedad de marcas que ofrecen leche sin lactosa son una amable solución, no abarcan todas mis necesidades de consumo, por lo menos para mí, que no sé hacer queso en mi casa, y me da un poco de asco la idea de tener leche fermentando en mi cocina.

Esto ha sido especialmente doloroso para mí. No por la obviedad de mis intestinos haciéndome la contra, sino porque soy una adicta a la nostalgia y una fanática de la leche Milo en su formato de cajita.

Leche Milo, no apta para intolerantes a la lactosa

Cuando estaba en la básica, todos los días mi mamá me guardaba en la mochila una Milo en cajita para el primer recreo. Corría por todo el colegio con esa bombilla en la boca los 15 minutos que duraba ese respiro. Incluso me gané el apodo de “La Lecha”, otorgado por unas niñas tres años mayores que yo. Debo confesar que, aun siendo posiblemente el peor sobrenombre de la historia, me hinchó de orgullo.

Nunca me voy a olvidar del día en que cambiaron la fórmula de mi Milo. Cambiaron el azúcar por endulzante, y así se quedó para siempre; libre de sellos, como todo lo malo, pero que se puede comprar con la Junaeb.

Estaba jugando fútbol en el patio. Primero “quitadita gol” y después “mundialito”. Quedé eliminada demasiado pronto para estar representando a Italia en el 2015, pero era difícil competir con los del taller de fútbol (al que nunca me dejaron entrar por ser niña). Me tocó ver. Era el mejor momento para agitar mi Milo, poner la bombilla y refrescarme.

Nunca me voy a olvidar de ese sabor.

Al principio pensé que le había pasado algo a mis papilas gustativas. Quizás mi boca estaba muy seca y por eso el sabor era tan raro. Le di otra oportunidad, varias más. No era yo.

Nunca me voy a olvidar de ese sabor tan decepcionante.

Llegué a casa suplicando que nunca más me mandaran de esa “aberración” al colegio. Fue mi fiel compañera por 12 años, pero me sentí tan traicionada. Estoy convencida de que fue ese sabor lo que me hizo intolerante a la lactosa. El cuerpo guarda registro de lo que es malo, y tal vez me quiso proteger.

Con el tiempo, le he vuelto a dar oportunidades varias veces a la Milo en caja, y aunque sigue teniendo ese sabor desagradable, ha vuelto a ser mi colación de preferencia.

Cada sorbo me transporta a ese recreo en sexto básico jugando mundialito, y eso me lleva a pensar en todos los veranos en la playa de Maitencillo, en los que después de mojarme los pies en el mar (porque ni hablar de sumergirme en esas olas gigantes), me tomaba una Milo bien fría. Y aún siendo intolerante a la lactosa, estoy dispuesta a pagar por desnutrirme con tal de tener acceso a ese instante de infancia.

Hace aproximadamente dos años, fui a un kiosko en Bandera con Tucapel, para comprarme ese néctar destructivo, y para mi sorpresa, en el pie de la caja decía “sin lactosa”. Gran noticia para mí, y se enteraron todos los clientes y trabajadores del local.

Gracias Milo. Con mi 1,61 de estatura, no puedo decir que me hiciste grande, pero me has hecho tremendamente feliz.

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